Me asomo a esta película
co-producida, co-escrita y dirigida, la onceava, del neozelandés Peter Jackson
(1961), sin, he de reconocer, mucho entusiasmo cinéfilo, un tanto cohibido por
el adoctrinamiento mediático a que se nos viene sometiendo desde hace prácticamente
una década con la última entrega, ‘El
retorno del rey’ (2003), de la anterior saga anillera y harto de ese cine, o
mejor llamémoslo negocio espectacular, de tipos en mallas hartándose de brincar
(Clint Eastwood dixit), más parecido a un videojuego.
Si conseguimos apartarnos de esa idea y nos
disponemos a disfrutar de la cinta como el puro entretenimiento que resulta ser, aun así, la idea de estar
viendo una fórmula repetida no nos abandona. Porque el hecho de que la peli es otra
adaptación de otra aventura homónima escrita por el británico J.R.R. Tolkien en
la década de los 30 del siglo pasado, es una simple coartada argumental para
desplegar la manida precuela, con una estructura narrativa particularmente hermanada
con la primera película de la saga de El señor de los anillos, ‘La comunidad
del anillo’ (2001), con la que guarda muchas similitudes. Ambas tramas se
inician, si la memoria no me falla, con un epatante y epopéyico prólogo,
centrado allí en las vicisitudes que a buen seguro azotarán a la humanidad por
la obsesión de poseer cierto anillo, aquí en las desventuras de cierto reino
enano que nadaba en la abundante riqueza hasta que un díscolo dragón decide
mudarse allí con el consiguiente caos, huida y derrota posterior que condena a
dicha raza menor al ostracismo. Y tras el nada halagüeño prólogo, el sosiego
del pueblo hobbitt, al que llega el viejo mago Gandalf, suerte de reclutador
para la compañía creada al efecto de conseguir ganar cierto reto. Tras los
tiras y aflojas propios de tamaña aventura, empieza el viaje, punteado por los
ya habituales planos aéreos del discurrir del grupo por parajes de inhóspita
belleza, y el previsible hostigamiento al grupo; y si en aquella, eran unos
caballeros negros al trote, en la que nos ocupa, se trata de unos malditos orcos,
a cuyo jefe uno de los enanos, el descendiente directo del rey destronado al
que se enfrentó en el pasado y le cortó un brazo, es el que busca ahora su
venganza. La llegada al pueblo elfo de Rivendel, como en aquella, actúa como balsámico descanso y sirve para
tratar de desarrollar una estrategia o, al menos, subrayar los peligros de la
aventura iniciada. Allí nos encontramos de nuevo con el mago Saruman
(Christopher Lee), antes de pasarse al lado oscuro, al rey elfo Elrond (Hugo
Weaving) y a la magnética reina Galadriel (Cate Blanchett). Son bazas seguras
para terminar de atraer al díscolo espectador en pos de las formidables
peripecias y retos que van a acontecer. Las aventuras se suceden sin tregua;
horrendos contrincantes les salen al paso tratando de hacerles descarrilar de
su empeño. Pero siempre el escurridizo buen mago Gandalf será una ayuda
inestimable para evitar la destrucción de la causa, y del grupo, con lo que se
abortarían las dos entregas con fecha de estreno prevista para los años
venideros. Y sale al paso algún pintoresco personaje, como ese mago asocial del
bosque. En la recta final asistimos también a un duelo a muerte entre los
supuestos líderes de los dos grupos confrontados. Y si allí el desenlace era
más funesto, suponiendo la muerte del caballero Boromir (Sean Bean), aquí se ha
edulcorado ya que la aparición de unas águilas fantásticas logran socorrer al
grupo para sacarle del atolladero en que estaban metidos. Y también, el primer
título de cada saga termina dejándonos la miel en los labios, justo cuando el
grupo se halla más cohesionado que nunca por las tribulaciones pasadas y el
espectador ha conseguido identificarse con los héroes de la función, en
particular el reticente hobbitt Bilbo Bolsón, cubierto por el actor Martin
Freeman, que nada tiene que envidiar e incluso supera la interpretación de Elijah
Wood como su sobrino Frodo en la saga anterior. O el aguerrido enano Thorin (Richard
Armitage), llamado a capitanear el resurgir de su raza, emulando al desposeído Aragorn
(Viggo Mortensen) de la anterior. Por su parte, los malos están algo más
difuminados. Mención aparte merece la afortunada secuencia del encuentro entre
Bilbo y Gollum, el finado poseedor del anillo, perfecto equilibrio entre
dramatismo y comedia y que está a la altura de los mejores pasajes de la saga
precedente.
La película entonces, aunque
es una entretenida y solvente aventura en la línea de la saga anterior, no
consigue librarse de la alargada sombra de su predecesora, con quien comparte análoga
estructura narrativa, invocando al fantasma de la repetición y el posible
hastío, pero además adolece de una menor enjundia en cuanto a su nómina de
personajes, un tono épico menos acusado y vital para el repunte de la función,
quizás porque el original literario del que parte, tiene menor calado que la
posterior trilogía, obra maestra que consagraría a su autor, de tal forma que
si en aquella ocasión la adaptación fílmica tenía que descontar bastantes
pasajes del enorme material literario del que bebía, en esta ocasión la
película es una más libérrima y estirada adaptación de la base de la que parte.
En resumen, esta primera entrega de la nueva saga nos deja cierto balance
agridulce entre el sano entretenimiento y nuestra resistencia a ser moneda de
cambio en el enésimo intento de copar salas y ejercicio del marketing
subsiguiente de una fórmula ya conocida.