Paco Plaza es uno de los pesos pesados del fantaterror
español contemporáneo, no sólo por haber dirigido, al alimón con Jaume
Balagueró, los dos primeros títulos, REC (2007) y REC2 (2009), y en solitario
el tercero, REC3 (2012), de la exitosa saga, sino por arrastrar una carrera con
otros 2 títulos reseñables –El Segundo nombre (2002) y Romasanta (2004)-,
además de su interesante aportación al ciclo Películas para no dormir (TV), Cuento
de Navidad (2005). Aun centrando sus intereses en el cultivo de tan insigne
género, además de otros títulos alimenticios, sus películas superan el marco de
tal cine y son muy destacables, en la apertura de REC 3, sus secuencias sobre
una boda típica made in Spain, ese
espectáculo tan “terrorífico” como hilarante, superando aportaciones
supuestamente de mayor enjundia como es esa reciente Abracadabra de Pablo
Berger.
No voy a ocultar mi connivencia, evidente, a la vez que mi
condición de rendido y expectante espectador de un título más, el octavo de la
filmografía de este director valenciano. Tratar de sacar adelante un proyecto
de cine de género que tenga unos ciertos visos industriales en el panorama del
cine español actual, monopolizado (y reducido) por los dos canales privados –A3
Media y Telecinco Cinema- que fagocitan el sector, reduciendo a un papel
meramente testimonial otros medios (RTVE o Canal+) y condenan al ostracismo la
mayor parte de la producción alternativa, me parece un esfuerzo mayor y su
salida a la pantalla un acontecimiento digno de celebración. Y responde a mis expectativas esta película,
en apariencia pequeña, con protagonista femenina adolescente, Verónica, que
acude a diario a su colegio de monjas,
hija ejemplar al cuidado de sus hermanos pequeños porque huérfana de padre, la
familia sale a flote gracias al esfuerzo a tiempo completo de la madre, interpretada
por Ana Torrent, que regenta un bar en Vallecas.
La película se centra en el personaje que da título al
filme; también nosotros crecimos en una España desarrollista, de comidas en taper, donde la ausencia de padres,
currantes, implicaba interminables tardes con hermanos mayores y pequeños. Este
elemento nostálgico y cotidiano se rellena en este caso con el necesario elemento
fantástico, mitigador del aburrido escenario descrito, el recurso a la Ouija,
para invocar no a etéreos personajes salidos de una peli ochentera americana como
las que contaminaron la adolescencia de nuestro Paco, sino que aquí los
invocados son un chico de la otra clase muerto en accidente de moto, posible
aspirante a novio platónico, o el propio padre de Verónica, ausente de la vida
familiar y posible bálsamo a la soledad de la hija en tan cruda adolescencia.
Las consecuencias de tan siniestro experimento invocatorio, al parecer
inspirado en un suceso real acontecido en Madrid en 1991 y documentado por
testigos policiales, armarán el resto de la trama.
Abundan en la película las secuencias de clima gótico donde una
lúgubre y siniestra antigua mansión ha sido sustituida por un piso
familiar cualquiera de clase media, un protagonista más, con sus largos pasillos, sus
habitaciones, baño y cocina, sus recovecos y armarios. Estamos ante un
escenario parecido al del edificio de REC, aunque aquí con otra dimensión más
costumbrista. Todo ello al compás de una banda sonora sintetizada que nos
traslada al cine de los 80 y 90. Sus imponentes muros de ladrillo, sus ventanas
al piso de enfrente, su vertiginoso patio interior, cementerio de objetos y
prendas varias, su portal, las
escaleras, la entrometida vecina que se queja de los consabidos ruidos,
componen un escenario conocido y habitual para cualquiera de nosotros,
niño-adolescente-joven, de aquella época. Un paisaje tan esencial como a veces temible,
que asistió nuestros momentos de tardes apagadas en soledad, de deberes, de
amigos que no llaman, de ausencias, que llenamos con esa colección de
fascículos del kiosko o con la música de nuestro casete. Aquí entra en juego otro protagonista omnipresente e
imprescindible, aportación absolutamente esencial, óptima y reivindicable, que
es la música de Los héroes del Silencio (el director ya rodó en 2010 un
mediometraje documental sobre Enrique Bunbury, líder de aquel grupo) que puntea y traza el recorrido
de la película de tal forma que la letra, nada accesible de sus canciones,
coincide plenamente con el estado de ánimo de la protagonista, fan del grupo. En
otra escena, en la que los niños se pertrechan en el salón de la casa para
mejor sobrellevar el acoso de un temible espíritu, la televisión encendida
enseña unos pasajes de la clásica ¿Quién puede matar a un niño? (1976) de
Chicho Ibáñez Serrador, lo que destila tanto cálido homenaje como carga
simbólica.
El metraje se estructura en flashback que narra los acontecimientos que han motivado los
luctuosos sucesos que se apuntan en la secuencia inicial cuando en una oscura
noche lluviosa la policía es avisada para que acuda a una dirección mientras
somos testigo de la voz de socorro al otro lado de la línea. Este vertiginoso
inicio, que pone ya toda la carne en el asador, se ve en cambio pronto
aminorado en la primera parte de la película por una narración más teen y costumbrista pero con una briosa
puesta en escena que hace que la función no decaiga en ningún momento in crescendo hasta el clímax final. Las
escenas caseras se alternan con alguna
escena de más fuste como es ese plano aéreo de niños y monjas en la azotea del
cole contemplando el eclipse solar. O la en apariencia anticlimática escena del
paseo matutino hacia el cole aderezada con los compases del himno “Maldito
duende” de los rockeros zaragozanos, se convierte en una luminosa secuencia que
vislumbra el clima de soterrada rebeldía que encierra la protagonista y que
dinamitará la trama. Y también, ya desde el primer momento, una debutante pero
grande Sandra Escacena, se echa la
película a los hombros, como hizo Leticia Dolera, heroína del azote
zombi en la segunda parte de Rec3, y nos enamora aun en su tribulación y
mocedad. Todo ello denota un concienzudo trabajo en la dirección de actores,
como con el resto de la prole infantil que protagoniza la cinta.
La película no carece de elementos cómicos, véase el cameo
de Maru Valdivieso, otrora musa puntual de Plaza con ocasión del mencionado
episodio Cuento de Navidad, o la aparición de la previsible vecina de abajo, o
esa sesión familiar de Ouija al son
del limpiador Centella -“anunciado en
tv”-, que los adolescentes de hoy en día no sabrán apreciar pero que los
adultos celebrarán, detalle en apariencia banal pero que deja muy a las claras
las pretensiones del tándem guionista, Fernando Navarro y el propio Plaza, y que
salpimentan la función y contrapesan el clima de suspense de la cinta. Otra
musa del director de Romasanta, Leticia Dolera, interpreta a la monja profesora
de Ciencias naturales en la típica escena de ambiente escolar.
Da la impresión que el componente terrorífico de la trama,
aun siendo importante como denominador común del filme, es a veces una excusa
para plantear, en paralelo, el verdadero dilema de la adolescencia, de la
soledad del individuo en ese trance, de las preguntas no resueltas que
comienzan a esbozarse ante la inminencia de mundo adulto y que nos acompañarán
el resto de nuestra existencia.
El desenlace del filme, inspirado en el comentado suceso, no
da pie al manido happy-end, sin traicionar
el enfoque realista, como de crónica de sucesos, que posee en muchos momentos
la película, poniendo en evidencia los diferentes niveles
(costumbrista-fantástico-juvenil-realista) que posee la película, aun en
apariencia pequeña, encierra cierta complejidad
y un dominio de los recursos narrativos que deviene en un resultado muy gozoso
para los espíritus ávidos de buen cine de género como es esta notable Verónica
de Paco Plaza.
Calificación: 3.